Caldo de Carvalho (XII) El libro de los antepasados

 

 

                                                    
                                                 

                                

XII



La Rebe ha puesto orden en la leonera. Hay leche, huevos, embutido, cebollas y yogures en el frigo, pan en una bolsa detrás de la puerta de la cocina. Los cristales dejan ver el exterior, la ropa tendida. Está para salir de cuentas. Por las mañanas mientras se peina, canta por la Niña Pastori. Pone el puchero y la lavadora. Por las tardes vienen su madre y sus primas, viven en el mismo bloque. El padre de la Rebe vigila al Cholo de cerca, lo lleva al mercado para ayudar a montar el puesto, echar un ojo, ir a por los cafés. En cuantito puede, le suelta cincuenta pavos. Conoce el paño, a su yerno le tiran la calle y los billetes fáciles. Eso se tiene que acabar, como hay dios. Para la Rebe es un crio que no sabe manejar reglas básicas. Ella tiene una misión, sacar adelante lo que venga, como hizo su madre, su abuela y la madre de su abuela. Tradición.

El Lechuga no molesta, no sale de la humareda instalada en su habitación. Le está cogiendo el gusto al colacao caliente por las mañanas. Busca noticias de prensa en la red sobre el abogado Moré, rastrea su historial en boletines oficiales, la facultad de derecho y juicios. La policía puede llegar a su hermano sólo si se va de la boca. El Cholo está chinao pero no es idiota. Aunque lo relacionen con el Toto, no sabe nada. Desde que la Rebe vive en casa, anda más tranquilo, no se pone. Está bajo la vigilancia familiar, una condición para la boda. El Cholo no está enganchao a la farla, ni al caballo. Se ha metido de todo pero lo suyo son/eran las pastillas y la cerveza. Si la caga, se va todo a la mierda.

El Cholo habla con un primo en una esquina del Raval a la espera de descargar una furgoneta de bragas y calcetines. Carmen Balcells en la silla de ruedas, pasa a su lado y para junto a una placa conmemorativa por descubrir. Hay un grupo de autoridades. Maruja Torres llega a la inauguración de la plaza recién terminada, un homenaje a su amigo Manolo. Le resulta desagradable, dura. Asfalto, un hotel nuevo de doscientos euros la noche, cuatro árboles en maceteros de hormigón. ¿Donde se refugiarán las putas? Es estrafalario a Manolo no le habría gustado.

El Cholo se aleja chino chano. Se pierde entre vecinas, secretas, turistas y exploradores de safari social. En la calle del Hospital se topa de morros con alguien familiar. Viven juntos, se ven poco. El Lechuga rondando por ahí es raro. Está serio.

Vamos a tomar unas frías, ahí a la vuelta.

¿Qué pasa? ¿Se te ha acabao el fumeque?

Te buscaba a ti, calamar.

Apoyados en la barra de un bar forman una estampa anormal, no alternan juntos desde críos, cada uno es cada uno. El Lechuga no marea, vacía medio tercio de un trago, acerca su cara a la de su hermano.

El abogado ese no defendió nunca a ningún violador.

La reacción del Cholo es lenta. Se eriza, se arremanga, mira al techo.

¿Qué abogado?

Para el Lechuga es la respuesta correcta.

A diez minutos Rambla arriba, en Canaletas, otra pareja y otro bar. Suñé mastica con cuidado, tiene la dentadura mal puesta, ha pedido algo blandito, ensaladilla. Habla del triplete, Guardiola y Messi. El Rubio no ha venido para eso.

No tengo el dinero. Si no lo tengo no te lo puedo dar y te quedas a verlas venir.

No hay parné, no hay Carvalho, nene.

El Rubio bebe un trago de parcharán y chasca los labios.

No me interesa Carvalho. Busco a Charo.

¿Y a mi qué? No sé quien es esa.

Sí sabes. Estuvo años viéndose con Rigalt i Mataplana.

No me líes. Carvalho y la puta son el mismo paquete.

A la edad del Rubio es difícil cambiar. Desecha la idea de reventarle la cabeza contra la barra. Ablanda el gesto.

Si me cuentas algo te doy mil pavos.

Suñé ríe. No lo toma en serio. El Rubio saca un sobre del bolsillo. Coloca la mano derecha sobre el hombro del jubilado.

Cógelo, te conviene.

Suñé abre el sobre tranquilo. Hay mil quinientos. Calcula.

Dóblalo y te cuento algo.

Eres un perro muerto. Nadie te va a preguntar. Subo mil y me planto.

Piden otra ronda. Suñe remolonea. Tres mil. Es un buen dinero. Hecho.

Conozco a todos los ojeadores del club. A los de ahora y a los de antes. Ninguno conoce al tío ese. No viene del mundo del futbol, no hay contrato suyo en las oficinas. Viaja mucho y es de mi quinta. Hace veinte años Quimet hablaba con Pujol en el palco de contratar a Carvalho para sus politiqueos. Estoy seguro de que es él.

Y...¿Charo?

Tuvo una tienda por el puerto, creo que cerró. Ahora...Ni puta idea.


La vida de Dolors mejora, ya no es dependiente. La recuperación ha ido bien, puede pasear, ir al cine, al parque de los patos, leer en un banco. No necesita cuidadora, comparte el piso con Vania. La guatemalteca habla una vez a la semana con su familia de Totonicapán, en la Sierra Madre. Envía todos los meses el poco dinero que puede. De allá mandan café. A Dolors, muerto su hermano, no le queda nadie. El Rubio está sentado frente a ella en la cocina. Josep Guardiola revolucionó la industria del café en el siglo XIX, al sur de Totonicapán. Regresó con una fortuna a L'Aleixar y dejó a su viuda capital suficiente para financiar la construcción de la Casa Milá, la Pedrera. El rubio, muy cafetero, lo toma hirviendo. Esperaba sorprender a Dolors con su visita, la historia de Suñé sobre Carvalho, la posibilidad de encontrar a Charo. Ha llegado tarde. Doña Rosario, Charo, estuvo llorando sentada en la misma silla que él ahora, un mes después de la muerte de Moré. Ha visto a Pepe dos veces en cinco años. Quimet está senil en una residencia suiza. Biscuter la trata como a una reina, dice que está a su disposición para lo que quiera. Le va muy bien, tiene un cochazo y chófer. Llama todas las semanas para dar noticias de Pepiño y animarla un poco.

El rubio se despide deprimido con dos besos. Dolors lo coge de la mano y lo lleva a su habitación. Primero un beso profundo con las manos en la nuca del rubio titubeante. Segundo, desabrocharle la camisa con calma. Tercero, una noche lenta. Cuarto, Dolors y el rubio felices, dormidos, y derretidos como helados a la brasa.


La niña de la Rebe no está bien, hubo problemas en el parto. El Cholo no quiso entrar al paritorio, se quedó fuera con el Lechuga y la familia de la Rebe. Estaban de guasa, vacilando al Cholo por cagón. La noticia se la dieron antes a él que a ella. La médica dijo algo sobre falta de oxígeno, de secuelas cerebrales. No podía hablar, miraba a los demás y los nervios lo agarraron fuerte. Se sentó con la cabeza entre las piernas y la madre de la Rebe empezó a llorar. Enseguida pasó a ver a su hija, la dejó dormir. La Rebe no sabía nada. Vieron a la niña detrás de un cristal. Al Lechuga se le encogió el estómago y salió a la calle frotándose los ojos. Encendió un pito, dio dos caladas, volvió a entrar. Se acomodó al lado del Cholo con la mirada fija en la pared. La niña tenía la vida jodida nada más nacer. La vida, una puta mierda. Se escuchó hablando al Cholo.

Hay que tirar palante como sea. No tenemos pa elegir.

No hubo contestación. El padre de la Rebe se arrancó.

Mañana vente al mercao pronto. Vamos a necesitar mucho dinero para la niña, habrá que gastar en médicos, tratamientos y medicinas. A la Rebe dejala con la madre, ella sabe lo que hay que hacer. Vete a dormir.

El Cholo no se movió. Ya había decidido quedarse, esperar a que despertara la Rebe, volver a ver a su hija, preguntar otra vez a la doctora.

La Rebe está bien. La niña, viva. Habrá que celebrarlo... ¿No, suegro? Tiene una nieta. Y tú, una sobrina.


Ciudad de México. Tonia ha pedido un atolito caliente de chocolate para desayunar y olvidar la llamada de la jefa. Están despedidos los dos. Por la expulsión de Cuba en setenta y dos horas y por lo otro. La culpa fue del son y del ron. El agente retirado de la inteligencia cubana hablaba mucho, comía más y bebía a la soviética. La paladar estaba llena. Tonia aprendió que en el congrí vale todo, menos el frijol negro. Eso es moros y cristianos.

La operación 88 de la Dirección de Inteligencia cubana en España, incluía a María la portuguesa, Marieta. Un comando tenía orden de preparar el secuestro del dictador Fulgencio Batista. Lo filmaron en Madrid y en Marbella. El momento debía coincidir con el atraque en Málaga de un carguero de paso para La Habana. Marieta se incorporó al operativo cuando el seguimiento estaba hecho y los horarios controlados. Era la única con un encargo distinto, matar a Batista a la primera oportunidad. No la tuvo, al dictador le dio un infarto en agosto de 1973. Chinolope puso en manos del viejo una caja con fotos de Sierra Maestra. Aparecían entre otras mujeres, las del pelotón de combatientes, las Marianas. A la tercera cerveza la identificó. Marieta miraba a la cámara con dureza y desconfianza, era la única del grupo que no sonreía. Tonia tradujo cansancio, una juventud aplastada, ojeras, tensión acumulada en la postura y en el fusil. Oyó disparos y gritos. Olió dolor y sangre. Chinolope asentía grave, escondido detrás de las gafas. La recordaba, fuego y puro nervio. Chinolope lo recuerda todo.

Mendiño quiso celebrar el hallazgo. Alguien sacó de la nada un tres para entretener turistas y empezó la parrandera. El abuelo de inteligencia, Braulio, tenía un repertorio de canciones infinito. Mendiño se las sabía todas. Fumaba un habano y berreaba entusiasmado sin tono ni compás. Llegó el inevitable Lágrimas Negras, se unió un mocoso bongosero, le metió candela y a Simón Mendiño le dio por bailar. Con el Chan-Chan juró amistad eterna al exagente, le soltó doscientos dólares extras y pidió ron para todos. Mendiño no era bebedor, empezó a patinar. Pasó una mujer apagando los faroles con el aire y el gallego imitó a un guacamayo: ¡cubanita canela! ¡cubanita canela! Un uso incorrecto del diminutivo. Era una prieta de ochenta kilos y le sacaba la cabeza.

¿Qué tú vienes gritando comemierda?

Se organizó tremendo salpafuera. Chinolope y el Conde se cagaron de risa al ver a Mendiño de puntillas, con voz de flauta, haciéndose el gallo. La terremoto le dio un tantarantán y las gafas salieron de jonrón hasta la playa. Sentado en el suelo gritaba.

¡Cuidado conmigo! ¡Que soy filólogo!

Se levantó tambaleante antes de la cuenta y se puso en guardia con las manos altas para proteger el mentón y los codos pegados al cuerpo. Sangraba como un gorrino. Intentó un juego de piernas y otro papazo lo volvió a sentar. Tonia comía chicharritas con una mano. Con la otra hacía visera para no ver el espectáculo. Simón Mendiño, terco, insistía.

¡Que soy medievalista! ¡no me hagas cabrear!

¿Quieres más pan con lechón?

Arbitraron Conde y Chinolope. Sacaron a la calle a Mendiño ensangrentado. Tenía un buen corte en el labio y la nariz rota. Pararon la hemorragia con un pañuelo húmedo de ron y poniéndolo a mirar las estrellas con la mano en alto. Primero extendida, luego, como si le diera vergüenza, la cerró. Tonia encontró las gafas desguazadas. El abuelo Braulio, impertérrito, seguía dando al tres. A mi me gusta que baile Marieta.

Al salir de la paladar en el destartalado barrio chino de La Habana Mendiño decidió quedarse solo, ir a conocer a la familia y curar las heridas en su casa. El conductor de un almendrón pidió veinte pesos por llevarlo a Miramar, Mendiño le dio el doble. Tonia no volvió a verlo hasta las cuatro de la mañana en el hotel, esposado y acompañado por la policía. El tío de Mendiño llevaba semanas preso. Trabajaba en un organismo del gobierno vasco para la reconversión industrial y había hecho caer al vicepresidente económico del gobierno y al ministro de exteriores. Su domicilio estaba bajo vigilancia. Mendiño llegó a casa de sus primos, confundió los nombres, dió un beso a la cocinera. Lo atendieron amables y cariñosos, desinfectaron los cortes, lo vendaron, contaron historias familiares, omitiendo la detención de su padre, y tomaron café con pastelitos de guayaba. Al despedirse le regalaron un álbum de fotos en el que aparecían su padre en el centro gallego de La Habana, el bisabuelo de uniforme con galones, una tía abuela de cien años y decenas de primos. En la calle lo detuvieron, en el coche patrulla exigió que le leyeran sus derechos. En la estación de policía pidió ver al embajador, al ministro, al secretario general de las naciones unidas y a Fidel. Despegaron las fotos del álbum y encontraron en el reverso notas sobre los futuros cambios previstos en el gobierno cubano. Le hicieron preguntas, le dieron un par de galúas, bofetadas al cambio, y llegaron a algunas conclusiones. No sabía nada, era inofensivo, molesto e insoportable. Los funcionarios recibieron una orden, denle puerta. Lo llevaron al hotel para que pagara la factura, recogiera sus cosas e informara a su acompañante. Después al aeropuerto para embarcarlo en el primer vuelo. Tonia detrás, insistiendo en que el destino fuera México. Podrían entrar como turistas. Había conseguido de madrugada información fiable del exagente Braulio. El tresero tuvo un detalle con ella y con el gallego llorón que le dio el guaniquiqui necesario para comprar un refrigerador de segunda mano. Carvalho desertó de la CIA y salió de EEUU por El Paso, con Marieta en Ciudad Juárez, al otro lado de la frontera, trabajando para la inteligencia cubana. Coincidieron en el tiempo, en el espacio y en la profesión, pudo haber contacto. Conde le dio a Tonia un abrazo cálido de despedida y el número en el DF de Héctor Belascoarán Shayne, el detective independiente que se inventó Paco Ignacio Taibo en los Dias de combate. Chinolope le hizo una instantánea azarosa y se la regaló. Un tesoro nuboso y nocturno que Tonia conservaría siempre. No veía su figura relajada, apoyada en la mesa con gesto distraído. Veía el otro lado, al fotógrafo oriental empeñado en sobrevivir a recuerdos, tierras, luces y fantasmas.

Las habitaciones de Tonia y Mendiño en el hotel tienen plantas carnosas, vistas al Popocatéptl, una enorme pantalla de televisión, wifi, mueble bar, jacuzzi y un regalo de bienvenida. Una bala de plata en cada almohada.














 

 

 

 

Comentarios

Entradas populares de este blog

Caldo de Carvalho (I) Nada quedó de abril

Caldo de Carvalho (II) El octavo día de la semana

Caldo de Carvalho (III) Movimientos sin éxito