Caldo de Carvalho (I) Nada quedó de abril

                                                                                                               En la playa del Albir junto al mar, con la brisa y el olor a tostadas, lo tiene todo hecho. Mató gente en momentos de amor y barro. Ha vivido con miedo a una vejez sórdida, a la muerte no. Quiso jubilarse con dinero suficiente en la caja de ahorros como para que, llegado el caso, le limpiaran el culo con una sonrisa. Cumplidos muchos más años de los que esperaba, no quiere morir rodeado de comisionistas. Le quedan algunas personas, pocas, y un deseo, no perder la memoria; “La memoria y el deseo, alcahuetas de la ocultación del rostro verdadero de la muerte”. Volver, reordenar el pasado, es su última ocupación. Busca cuentas sin cuadrar antes de pagar la factura de los muertos y apagar la luz. El primer recuerdo de su infancia, en el distrito V de Barcelona, el barrio Chino, es un bulto en el suelo entre la calle Botella y la calle de la Cera:

¿Borracho?

No, muerto.

El cadáver del hijo de los verduleros, a los que a veces apaleaban por vender sin permiso. Se cagaba en Franco a gritos. Había vuelto al Chino al salir del campo de concentración.

Con cien años no pagarán el mal que han hecho.

¿Quién?

Los fachas.”

No olvida el cuerpo en la calle, ni a los vecinos del barrio asediado. Escuchó al Musclaire cantar por las monedas que tiraban desde los balcones. Vio en los terrados entrenar a Young Serra, el peso mosca que no consiguió comprarle un abrigo de visón a su madre. Conoció a Manolo, Manuel Vázquez Montalbán, el escritor que no llegó a ser primera bailarina del Bolshoi, ni delantero centro del Barça, ni Papa, ni secretario general del partido comunista de la URSS.

El señor Carvalho ha terminado su medio vermú. Le sirven merluza a la plancha con limón. Más tarde, cuando lleguen las señoras y Biscuter, tomarán café juntos y hablarán un buen rato.

 

I

    En un rincón de la galaxia muy, muy cercano, entre el Tibidabo, el mar, el Besós y el Llobregat, raspaba el güiro un profeta muerto y vivo, el rumbero Gato Pérez: “A las tres de la mañana nadie cree ni una palabra”. En el más allá, a las cinco y sin verbena, ni media. Tonia se estira y bosteza con los ojos irritados mientras el Bambi, secretario general del sindicato, aburre a un comité de delegados regionales y a unos pocos militantes. Tonia no presta atención. El Bambi es un millonario disfrazado de anarquista. Eso es todavía un secreto, de momento figura como ferroviario. Llegará el futuro, su muerte con menos de cincuenta años, y todo se sabrá. Tonia deja pasar las últimas cajas de pizzas frías esperando la ocasión más discreta para salir del local lleno de humo y sospechas sin concretar. Su trabajo ha terminado. Sin despedirse gana la calle, el frío, el aire del parque Nelson Mandela. Arranca, sumándose a medio gas al tráfico escaso y atraviesa hacia el sur, en paralelo a la playa, una madrugada con olor a mar, anís y petróleo.

La helada afecta más a quienes no tienen techo. Hay personas durmiendo debajo del puente de la autovía, entre cartones y carritos de mano. Tonia pasa zumbando con el ciclomotor prestado de Malik. Va a la Barceloneta a cuatro grados bajo cero, un martes de abril. Un abril distinto a “cuando había alegría y rastro de mejillones en la escolleraen los poemas de Manuel Vázquez Montalbán. Tonia quiere estar en casa antes de que llegue su madre, Nana, después de cocinar toda la noche para la subcontrata del hospital. Irán juntas al aeropuerto, llegan de Grecia los abuelos. Ahora la familia se puede permitir, de vez en cuando, unos billetes de avión.

La noche salió desagradable. Los del sindicato la liaron para traducir al francés y al inglés, como si alguien fuera a leerlo, un comunicado lleno de nada y urgencia. No pudo negarse. Se lo había pedido Malik y le debía muchos favores, la mayoría confesables. A Malik le cuesta admitir que el Bambi sea un impostor, no le cabe en la cabeza. Tonia no insiste en convencerlo, no tiene pruebas. Que la mujer del Bambi sea directora ejecutiva de una multinacional le parece un indicio. Para los informados del sindicato es normal. Malik se afilió al firmar su primer contrato en un bar de San Roque, dos años después de llegar desde Marruecos. Escuchó, lo que mejor sabe hacer, historias y leyendas, a los Chunguitos y al Camarón. Leyó pintadas en los bloques de cemento aluminoso construidos en el siglo pasado, la mayoría ya derribados, para alojar a gitanos y emigrantes.

Si en vez de hacer caso a Malik hubiera cogido un taxi para volver a casa, no estaría congelada con los labios morados bajo el burlón mirar de las estrellas. Tiene frío hasta en el cerebro y un enfado importante. Trabajar gratis además de cansar, cría mala hostia. Cambia de humor al doblar la esquina de su calle, en unas horas verá a los abuelos. Traerán besos, achuchones y bolsas con regalos; libros, blusas cortadas y cosidas por la tía Eleni, alguna botellita de ouzo.

El suelo húmedo refleja la luz de las farolas fijadas en las viejas fachadas de la calle de la Sal. Tonia oye el eco de sus pasos, reconoce el aroma de la basura recién recogida. No ha empezado a clarear. Cincuenta metros más allá, justo delante de su portal, hay algo, un bulto. Tarda unos segundos en reaccionar, acelera. Unos gemidos roncos la alarman, corre. En el suelo convulsiona una mujer mayor. Con los nervios disparatados se agacha a su lado. Horror. No hay sangre. No sabe qué hacer. Recuerda los temblores de una compañera epiléptica en el patio de la escuela con espuma en la boca y los ojos en blanco. Un sonido gutural y los espasmos le provocan escalofríos, no se atreve a tocarla. Al incorporarse para sacar el teléfono y llamar a alguien, sin saber a quién, ¿qué número es el de emergencias?, ve un chico pegado a la pared de enfrente. No puede moverse, ni pensar, ni gritar. El chaval se dirige a ella con voz calmada.

He llamado a la policía. La vi poco antes de que llegaras tú.

No tiene ninguna razón para creer nada. Piensa en una ambulancia como algo más útil. Sostienen las miradas separados por unos pocos metros. A sus pies la mujer tiembla a medio vestir. Rota, no parece ser consciente. Al fondo de la calle asoma un coche patrulla y el desconocido levanta la mano. Tonia entra en el portal, espera a que llegue la policía. El chico da explicaciones. Sube al piso. Su madre está a punto de llegar. Prepara el desayuno. Zumo, galletas, café. Se le cae un vaso, explota contra el suelo. Su padre, Aldo, duerme. Entra a trabajar a las ocho. No piensa despertarlo si no lo ha hecho el estallido del cristal en la cocina. De la calle llega el rumor del puerto, el tráfico, los primeros camiones de reparto, alguna persiana. Recoge el estropicio, se sienta frente a la tele apagada. Suena la cerradura de la puerta. Nana aparece pálida y cansada, abrazada a sí misma, sacudiéndose el relente. Se quita el plumas y se derrumba en el sofá, a su lado. Tardaron en hablar. La mujer murió antes de que llegara la ambulancia. Había caído desde el cuarto.


Tonia Calógero Makris nació en el barrio turco del sector estadounidense de Berlín occidental, a tiro de piedra del check point Charlie, en 1984, año de rumores esparcidos por la policía federal sobre la construcción de un nuevo tramo del muro, frente a la puerta de Brandemburgo. Hija de emigrantes a la búsqueda de alquileres asequibles, se crió en patios interiores rodeados de edificios con mujeres de cabeza cubierta, buscavidas, okupas y fugitivos. Su recuerdo más lejano es el bloqueo total del barrio por la visita a la ciudad de Ronald Reagan. Terminó la secundaria al sur de Aviñón, Francia, en un instituto público de horizonte mediterráneo y atardeceres rojos. Guarda en lo más azul de su memoria esos años de la Camarga, las vacaciones chapoteando, rodeada de flamencos y somormujos, en los humedales del Ródano. Allí, en La Provenza, instalaron sus padres un negocio para invertir lo ahorrado en las fábricas alemanas, un bistró a la orilla de una carretera en desuso: Le Passage. La familia aguantó cuatro cortos veranos antes de otra huida hacia el sur. En la Universidad de Barcelona estudió filología inglesa.

Tonia cocina poco. Con una profesional de los menús y un hijo de charcutero en casa, sus preocupaciones no son gastronómicas. Prepara la merienda a los abuelos, sentados en la camilla junto al ventanal. Corta cebolla, chile verde y tomate, en trocitos. Muele en el mortero un aguacate maduro, añade limón, cilantro, sal y la picada. Sirve tostadas con guacamole, huevos fritos con pimentón y café de puchero.

Camarón:De los buenos manantiales se forman los buenos ríos, abuelos, padres y tíos”. La abuela Penélope pasó mucha hambre y le tocó comer de todo. Alaba lo que hace su nieta con la desmesura habitual de las mujeres mediterráneas. No la hay como su Tonia.

Penélope nació en los años treinta después del “Gran Desastre”. Las refugiadas que vivieron en los suburbios de las ciudades griegas conocieron cárceles, persecuciones, adicciones, delincuencia, prostitución y miseria. Su música se llamó rebétiko y dolía. La cantaban a coro con buzukis, violines, acordeones o guitarras, cachimbas de hachís, opio y vino barato, en las tabernas y los cafés de peor condición. Antes de que la dictadura militar instaurara la censura, contaba la crónica sentimental de dos millones de personas expulsadas de Turquía.

La abuela nunca fue lectora, ni teórica. La acción es su fuerte. Condenada a trabajos forzados desde que tiene memoria, su tiempo pasó en el trajín de lavar, fregar, planchar, cuidar parientes, criar hijas, cocinar, acarrear, hacer cuentas con límites y derivadas, calcular probabilidades, ahorrar, detectar enfermedades, coser y hacer camas, matar liendres, enjaretar parches, desplumar pollos, desnucar conejos, pedir favores. Encontró tiempo para tararear las canciones de su juventud, mimar flores y nietas, participar en encuentros vecinales a gritos desde la ventana, preparar fiestas familiares o del barrio, mantener conversaciones teológicas con amigas, discusiones sobre cine y televisión en los puestos del mercado. Intuye la importancia de la oralidad en la transmisión de historias y saberes perseguidos. Rondan a su alrededor demonios familiares, odios, heridas abiertas, supersticiones y defectos ambientales contagiosos.

El abuelo Aris no soporta a los militares en concreto, ni a los mandones en general. En su mundo no hay gritos, su vida es en voz baja. Ya soportó bastantes broncas y conflictos profesionales con los amigos de la mano dura. Maestro, hijo de campesinos analfabetos, insistió siempre desde que Tonia era una niña, en llevarla a bibliotecas, cines, librerías y otros lugares silenciosos. Insistía en que los libros son mágicos, las películas milagros y las bibliotecas la memoria de la humanidad. Desde que se jubiló madruga, pasea, busca el sol, lee el periódico y se toma un café siempre en el mismo sitio. Sabe de pájaros, de setas y de autores clásicos. En las noches de verano iba con Tonia al cine al aire libre. Sus películas favoritas eran musicales y comedias. Daba una cabezada, abría un ojo, reía un gag o aprobaba una coreografía y volvía a roncar. Al abuelo le asombran su nieta y su merienda. Por Tonia iría en chanclas a la guerra de Troya.

La mujer muerta acababa de llegar a Barcelona. Vivía en el cuarto piso, ningún vecino la conocía. Tonia supo su nombre mirando el buzón, Mari Luz. Nadie preguntó por ella, nadie se ocupó de la parte burocrática de la muerte. Una empresa especializada en alojamientos turísticos compró el piso a la semana siguiente.

  Manuel Vázquez Montalbán murió en 2003 en el aeropuerto de Bangkok. Tenía sesenta y cuatro años. Era Octubre. Miente la historia, miente la vida. 

                        

EL CARTERO HA TRAÍDO EL BANGKOK POST…

                                                     aunque he pedido mi carta

                                              no estaba

                             o no me la han dado los compasivos

                         con el extranjero que espera vida o muerte

                                                     ignorado en un rincón de Asia”


Carmen Balcells, una de las más importantes agentes literarias del mundo, no hizo a Tonia fija en su empresa por ser la joven extravagante que provocó su irritación cuando llegó tarde al Hotel Casa Fuster, despistada y en bicicleta, para tocar el violín en la presentación de un libro sobre la Bohemia de Kafka. La contrató después por razones más prácticas; habla idiomas. El texto que las unió, escrito por una autora desconocida y citado de refilón por un crítico de la revista Deskontrakultur, llamó la atención a los lectores de la agencia.

Junto a la escritora acudieron al acto promocional su desdeñoso padre, del que no logró separarse ni un momento, el cónsul honorario checo, y el alcalde liberal de Praga, estafado en su ciudad por tres taxistas cuando intentaba demostrar disfrazado de turista, que las denuncias de malas prácticas en el sector eran falsas. No faltaron los habituales de la industria cultural.

Un antiguo profesor de Tonia del que tenía derecho al olvido, el cura Don Epifanio, sentado al piano de cola como si le repugnara pensar en alguien que hubiera puesto antes sus manos sobre las teclas, había escogido para el evento algunos fragmentos de Dvorak. El compositor nació en un pueblo de Bohemia en tiempos de Metternich, el canciller del imperio austríaco atropellado por la revolución de 1848, la primavera de los pueblos, con su abril correspondiente. Dimitió veinte días después de la publicación en Londres del manifiesto del partido comunista firmado por Karl Marx y Friedrich Engels. En el número once de la calle Botella de Barcelona construyeron ese mismo año la casa en la que nacería, casi un siglo después, Manuel Vázquez Montalbán.

Dvorak murió en Praga en 1904. El músico había sido pues, bohemio y contemporáneo de Kafka. Eso le pareció al cura motivo suficiente para su elección. Mozart, más de su gusto, había escrito una sinfonía en Praga. La desechó al mirarse en el espejo, engominarse el pelo y colocarse el alzacuello, era una obra más adecuada para ilustrar el sacro imperio romano germánico.

Como solista había elegido a una criatura de trece años, sobresaliente en virtuosismo, tumbado a última hora por un catarro. Tonia, avisada de mala gana, necesitaba el dinero. Pasó un mal rato con el profesor clavando en ella una mirada lateral.

Ajena a las primaveras de la memoria, de los pueblos y de Praga, intentó convocar al espectro de Kafka con el arco a punto de frotar las cuerdas. Al segundo compás recordó que para tocar cualquier pieza es conveniente satisfacer primero las necesidades fisiológicas más elementales.

La ejecución salió atropellada. Tuvo varias pifias, los dedos tensos parecían de otra. Tocó con los labios apretados y las rodillas juntas, presionando obstinadamente los muslos mientras sentía presión en el suelo pélvico. Con las primeras semicorcheas pensó que iba a estallar. Al llegar a las fusas levitó. No aterrizó hasta pasados quince minutos luz, relativamente eternos. Al terminar salió disparada entre aplausos indulgentes.

Don Epifanio relacionó las contorsiones con drogas o posesiones diabólicas. Al recoger la partitura se vio reflejado en la madera blanca del piano. Unas gotas de sudor habían dejado un rastro de tinte oscuro desde las sienes hasta el mentón. Tenía canas. Al cura le sacan de quicio las verdades objetivas. Huyó sin hablar con nadie, maldiciendo entre bufidos a Tonia, a Kafka, a Dvorak, a Praga y a Bohemia.

Relajada después de ir al servicio, Tonia volvió al escenario. Mientras guardaba el instrumento con parsimonia escrutó a la concurrencia. Quería cobrar lo prometido y desaparecer. Supuso que la robusta mujer de pelo blanco, gafas con cordones sobre la frente y un largo vestido amarillo pálido, a la que había visto antes pendiente del reloj supervisando los preparativos, era la autoridad competente. Buscó un hueco entre los invitados y se dirigió a ella tratándola con lo que a Carmen Balcells le pareció indiferencia, algo a lo que no estaba acostumbrada. La anfitriona se escabulló aliviada del cónsul y del alcalde con una frase de cortesía y la acercó al bufet. Al segundo vaso de sidra en copa de cristal soplado, la violinista dejó los monosílabos y las frases escuetas para contestar, sin entrar en detalles, a un interrogatorio guiado por el olfato empresarial. Cobró.

La agente literaria más defendida por casi todos sus autores, a los que hizo ganar mucho más dinero del que conseguían bajo el “régimen de producción esclavista de las editoriales”, la más importante de la lengua castellana, ascendida por Manuel Vázquez Montalbán a “009 superagente con licencia para matar”, estaba interesada en el útil resultado de su corta biografía, deducida del cuestionario con el que la evaluó. Antes de contratarla encargó a su vidente italiana una carta astral para conocer el grado de compatibilidad.

Tonia Calógero es ideal para el trabajo de traductora en reuniones con editores, agentes literarios, piratas del copyright o cualquier empresario dispuesto a invertir en el negocio editorial. No parece impresionable y tiene la sangre joven que Balcells busca incorporar a la agencia antes de su retirada, anunciada a la prensa al recibir la medalla de oro al Mérito en las Bellas Artes.

Dos años después de aquel primer encuentro, recién cumplidos los veintidós, Tonia ganaba en la agencia más que sus padres. Su atención se centró en la existencia festiva, el valor del tiempo, las tardes con la Nuri, las ocasionales salidas nocturnas con Malik y sus amigos, las musarañas y los poetas, malditos o benditos.

Tonia toca el violín después de días cumpliendo luto por Mari Luz. Es un viejo instrumento regalo de la abuela, que sonó en las tabernas del exilio, pasó por manos de amargura y acompañó penas en casas sin luz ni agua. El primer baile de Tonia, antes de saber hablar, fue en una fiesta con gente desplazada, sin calle ni barrio. Un hombre borracho que escupía al suelo tocaba el mismo violín, la abuela cantaba, sonaban panderetas. Su madre, Nana, también se crió con esa música que se le mete en el alma. Ahora rezonga al fondo del pasillo por el calor de un verano desatado. Limpia las estanterías con un plumero empapada en sudor. Se extraña por el corte en un pasaje fácil. Ha parado Tonia al sentir la vibración del móvil justo en el estudio que mejor le suena. Tira el teléfono por la ventana del patio, es el segundo en menos de un año. Sabe quién llama y qué quiere. Siempre hace lo mismo el plasta de Moré, asegurarse de que no ha olvidado una reunión importante. Tiene tiempo de ducharse con Rubén Blades, elegir ropa y maquillarse bailando. Compra en la esquina el móvil más barato del mercado augurándole una corta esperanza de vida. Una hora después espera a los famosos escritores Andrea Camilleri y Petros Márkaris, a los que no ha leído todavía, sentada en una mesa con vistas al mar. Malik trabaja allí. Después de algunas chuflas, le pide un batido y unos pistachos.

Mari Luz llegó huyendo a Saipán, la capital de las islas Marianas. La persecución empezó pronto, veinte años antes, cuando era un enlace para facilitar el cruce de la muga a los clandestinos. No sabe quién la delató. Una noche tuvo que salir por la ventana de su casa en Zugarramurdi con pasaporte falso y la pistola cargada. Cruzó a Francia por Dancharinea y se perdió. No se volvió a encontrar. Meses después Marieta la reclutó en Tolouse para matar a Franco. No salió bien, una constante. Los atracos salieron peor.



 

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