Todo lo que sé sobre Pepe Carvalho (I)

 

                                                                 En memoria de Manuel Vázquez Montalbán. 

 

                        


                                           

                                                                

                                                          Nada quedó de Abril       
 

 
  
 
 
 
       En la playa del Albir junto al mar, con la brisa y el olor a tostadas, lo tiene todo hecho. Ha matado gente. Le acompañó en la vida el temor a la vejez, a la muerte no. Su mayor aspiración: llegar a la jubilación con el dinero suficiente como para que le limpiaran el culo con una sonrisa. Ha cumplido muchos años, ha ganado más de lo que esperaba. Puede que ya no quiera morir rodeado de comisionistas. Le quedan algunas personas y un deseo, no perder la memoria. “La memoria y el deseo, alcahuetas de la ocultación del rostro verdadero de la muerte”. Pepe no ha llegado hasta aquí solo, ha tenido ayuda. Volver, ordenar o desordenar el pasado, es privilegio de los años. Se entretiene buscando detalles sin arreglar antes de pagar la factura de los muertos. Al final, interpreta todo desde el principio. El sumario de su infancia en el distrito V de Barcelona, el barrio Chino, es un bulto en el suelo, entre la calle Botella y la calle de la Cera: “el cadáver del hijo de los verduleros, a los que a veces apaleaban por vender sin permiso. Aquel día distinguió dos voces.

¿Borracho?

No, muerto.

El muerto había vuelto al Chino al salir del campo de concentración. En esa misma esquina a veces gritaba bebido: ¡Franco! ¡me cago en ti!. No olvida el cuerpo tirado en la calle. Ni los comentarios.

Con cien años no pagarán el mal que han hecho.

¿Quién?

Los fachas”.

    El Musclaire cantaba en la esquina para que le echaran monedas desde los balcones. Young Serra, el boxeador de las azoteas, no consiguió comprarle un visón a su madre. Manuel Vázquez Montalbán no pudo ser primera bailarina del Bolshoi, ni delantero centro del Barça, ni Papa, ni secretario general del partido comunista de la URSS. El otro señor ha terminado el vermú. Les serviré la merluza a la plancha con limón que han pedido. Cuando lleguen las señoras estudiaremos el calendario y repasaremos los detalles de la operación.


  I

  Desde la Orquesta, en otro tiempo, raspaba el güiro Gato Pérez, cargado y melancólico: “A las tres de la mañana nadie cree ni una palabra”. A las cinco y sin verbena, ni media. Tonia se estira y bosteza con los ojos irritados, mientras el secretario general aburre a un comité formado por media docena de delegados modorros. No presta atención. No está afiliada ni tiene interés en pertenecer a un sindicato simulado. Deja pasar las últimas cajas de pizzas frías, esperando la ocasión más discreta para salir del local lleno de humo, sospechas, bocazas y gente corriente ajena a los enjuagues. Su trabajo ha terminado. Sin despedirse gana la calle, el frío, el aire del parque Nelson Mandela. Arranca sumándose a medio gas al tráfico escaso y atraviesa hacia el sur, en paralelo a la playa, una madrugada con olor a mar, anís y petróleo.

  La helada ha cogido por sorpresa a quienes no tienen otro techo, obligándoles a buscar refugio debajo de la autovía, entre cartones y carritos de mano. Tonia pasa zumbando, con el ciclomotor prestado de Malik, para acortar el trayecto entre Bufalá y la Barceloneta, a cuatro grados bajo cero, un martes de abril. Un abril muy distinto a otros, “cuando había alegría y rastro de mejillones en la escollera”. Tonia tiene que estar en casa antes de las seis. A esa hora llega Nana, su madre, después de cocinar toda la noche macarrones gratinados, pollo al ajillo y patatas doradas para la subcontrata encargada de los hospitales de Santa Coloma y Badalona. Irán juntas al aeropuerto, vienen de Grecia los abuelos. Aparcó congelada, donde había convenido dejar la moto, a cinco minutos de su casa.

  La noche salió desagradable. Los del sindicato la liaron para traducir al francés y al inglés, como si alguien fuera a leerlo, un comunicado urgente, lleno de retórica revolucionaria y fuegos artificiales. No pudo negarse, se lo había pedido Malik y le debía muchos favores, la mayoría confesables. Si hubiera cogido un taxi para volver a casa, no estaría tiritando con los labios morados, bajo el burlón mirar de las estrellas. Tiene frío hasta en el cerebro y un enfado importante. Trabajar gratis, además de cansar, te pone cara de idiota. Cambia de humor al doblar la esquina de su calle, en unas horas llegarán los abuelos cargados con besos, bolsas y maletas llenas de regalos; salchichas picantes de Tzoumagia, bougatsa de queso, libros, blusas cortadas y cosidas por la tía Eleni, alguna botella de ouzo.

  El suelo húmedo refleja la luz mustia de las farolas, fijadas en las viejas fachadas de la calle. Tonia reconoce el aroma de la basura recién recogida. La noche no ha empezado a clarear, faltan diez minutos para las seis. Cincuenta metros más allá, justo delante de su portal, hay algo inesperado. Tarda unos segundos en reaccionar, acelera el paso. Unos gemidos roncos la alarman y corre. En el suelo convulsiona una desconocida, algo mayor que ella. Los nervios saltan al agacharse a su lado. No hay sangre. No tiene ni idea de qué hacer. Recuerda los temblores de una compañera epiléptica, en el patio de la escuela, con espuma en la boca y los ojos en blanco. Un sonido gutural continuo y los fuertes espasmos de la mujer le provocan escalofríos, no se atreve a tocarla. Al incorporarse para sacar el teléfono y llamar a alguien, sin saber a quién, ¿qué número es el de emergencias?, ve un chico quieto, pegado a la pared de enfrente. No puede moverse, ni pensar, ni gritar. El chaval se dirige a ella con voz neutra.

He llamado a la policía. La vi un poco antes de que llegaras tú.

   No tiene ninguna razón para creer nada. Piensa en una ambulancia como algo más útil que la poli, nota el miedo. Sostienen las miradas separados por unos pocos metros. A sus pies la joven, tendida en una postura antinatural, tiembla a medio vestir. Rota, no parece ser consciente de nada. Al fondo de la calle asoma un coche patrulla y el desconocido levanta la mano. Tonia entra al portal para quitarse de en medio. Espera a que llegue la policía, ve al muchacho dar explicaciones. No tiene nada que aportar ni quiere quedarse, no lleva documentación. Sube al piso con el susto encima y la imagen de una mujer agonizando a la puerta de casa. Su madre está a punto de llegar. Prepara el desayuno para las dos intentando calmarse. Zumo, tostadas, café. Se le cae un vaso, explota contra el suelo. No consigue recuperar una respiración normal. Su padre, Aldo, duerme hasta tarde por el cambio de turno. No piensa despertarlo si no lo ha hecho el estallido del cristal en la cocina. De la calle llegan sonidos habituales, el rumor del puerto, el tráfico lejano, los primeros camiones de reparto, alguna persiana, gaviotas y palomas. Perdida la noción del tiempo después de recoger el estropicio mira hipnotizada la tele, imágenes publicitarias sin sentido. Suena la cerradura de la puerta. Nana aparece pálida y cansada, abrazada a sí misma, sacudiéndose el frío y el relente. Se derrumba en el sofá, a su lado. Tardan en dirigirse la palabra. La joven murió antes de que llegara la ambulancia. Había caído desde el cuarto.

   Carmen Balcells, una de las más importantes agentes literarias del mundo, no hizo a Tonia fija en la empresa por ser la joven extravagante que llegó tarde al Hotel Casa Fuster, despistada y en bicicleta, para tocar el violín en la presentación de un libro sobre la Bohemia de Kafka. La contrató por razones más prácticas. El texto que las unió, escrito originalmente en checo, citado de refilón en su columna trimestral por el único crítico abstemio de la revista Deskontrakultur, la más marginal de las publicadas entre los montes Metálicos y el rio Elba, había llamado la atención a los lectores de la agencia, siempre dispuestos a apretar el culo cuando la jefa los llamaba al despacho para aumentar el número de autores en plantilla o evitar un éxito de la competencia.

   Junto a la autora acudieron al acto promocional su desdeñoso padre, del que no logró separarse ni un momento, el alcalde liberal de Praga, estafado por tres taxistas en la misma tarde al intentar demostrar, disfrazado de turista, que las denuncias de malas prácticas en el sector eran falsas, el cónsul honorario checo y los habituales profesionales de la industria cultural con espacios o tiempos que rellenar.

   Un antiguo profesor de Tonia, el cura Don Epifanio, sentado al piano de cola con una ligera inclinación hacia atrás, como si se viera asaltado por el vértigo al asomarse a un precipicio, o le repugnara pensar en alguien que hubiera puesto antes sus manos sobre las teclas, había escogido para ambientar el evento algunos fragmentos del concierto Opus 53 en La menor, de Dvorak. El compositor llegó al viejo mundo en Nelahozeves, un pueblo de Bohemia, a veinte kilómetros de Praga, en tiempos del emperador Fernando I de Austria. Metternich, pareja de baile de Napoleón en el vals de los imperios, restaurador de regímenes antiguos, formador de alianzas santas, fue canciller del imperio austríaco hasta que se lo llevaron por delante la primavera de los pueblos, con su abril correspondiente, y un cuarentayochismo al que Hobsbawn atribuye largas barbas, sombreros de ala ancha, barricadas y una rápida languidez. Dimitió, sin que haya relación entre los dos sucesos, veinte días después de la publicación en Londres del manifiesto del partido comunista en alemán, firmado por Karl Marx y Friedrich Engels. El excanciller huyó a Inglaterra gallardo y altanero. En ese mismo año construyeron, en el número once de la calle Botella de Barcelona, la casa en la que nacería, casi un siglo después, Manuel Vázquez Montalbán.

   Antonín Dvorak murió de un ictus en Praga, a veinte kilómetros de Nelahozeves, en 1904. Seis años antes, un anarquista había clavado un estilete en el corazón a la emperatriz Isabel de Baviera, Sissí, a la puerta del hotel Beau Rivage en Ginebra. Su viudo, Francisco José I, cabeza del imperio austrohúngaro, viviría hasta 1916 paseando las patillas de mostrador en mostrador.

   El músico había sido pues, inequívocamente bohemio y contemporáneo de Kafka. Aquello le pareció al clérigo motivo más que suficiente para su elección. Cierto es que Mozart, más de su gusto, había escrito una sinfonía en Praga. La desechó al mirarse en el espejo, engominarse el pelo y colocarse el alzacuello, era esa una obra más adecuada para ilustrar el sacro imperio romano germánico. Otros aires habían llegado en el tiempo que vio nacer y morir al escritor tuberculoso, repugnante para él por muchos motivos.

  Como intérprete había elegido a una criatura de trece años, niño prodigio de Girona, sobresaliente en virtuosismo, tumbado a última hora por la gripe. Tonia, avisada de mala gana cuando el Epi se quedó sin alternativas, pasó un mal rato con el maestro clavando en ella una mirada asesina. Era su debut en público aparte de los conciertos estudiantiles por Santa Cecilia o los exámenes con tribunal.

   Para Manuel Vázquez Montalbán, autor del poemario “Praga”, (vida historia rosa tanque herida) el pueblo probablemente no existe. Puede vestirse de domingo, ser reconvertido en público, como sabe bien por experiencia Don Epifanio, un profesional a la hora de metamorfosear púlpitos en escenarios. Tonia, ajena a las primaveras de la memoria, de los pueblos y de Praga, intentó evocar el espectro de Kafka con el arco a punto de frotar las cuerdas. Había tenido veinticuatro horas para estudiar el complicado arreglo del concierto para violín y piano. Al segundo compás se dio cuenta de que para tocar cualquier pieza, exista o no el público, hayan tomado conciencia de clase o no las masas políticamente pasivas, entren o salgan los tanques soviéticos, es conveniente satisfacer primero las necesidades fisiológicas más elementales.

   La ejecución le salió atropellada. Tuvo varias pifias, los dedos tensos parecían de otra. Tocó como pudo, con los labios apretados y las rodillas juntas, presionando obstinadamente los muslos mientras sentía aumentar la presión en el suelo pélvico. Con las primeras semicorcheas, en un andante grazioso, pensó que iba a estallar. Al llegar a las fusas del allegro molto vivace levitó un par de centímetros. No aterrizó hasta pasados veinte minutos luz, relativamente eternos. Sobre la doble barra final salió disparada entre aplausos indulgentes.

   Don Epifanio relacionó las contorsiones de la intérprete con posesiones diabólicas. Al recoger la partitura se vio reflejado en la madera blanca y reluciente del piano. Unas gotas de sudor le habían dejado un rastro de tinte desde las sienes hasta el mentón. No, ya no era joven. Al cura le sacan de quicio las verdades objetivas. Huyó sin hablar con nadie, maldiciendo entre bufidos a Tonia, a Kafka, a Dvorak, a Praga y a Bohemia.

   Relajada después de ir al servicio, Tonia volvió al escenario. Mientras guardaba el instrumento con parsimonia escrutó a la concurrencia. Quería cobrar los cien euros prometidos y desaparecer. Supuso que la robusta mujer de pelo blanco, gafas con cordones sobre la frente y un largo vestido color crema, a la que había visto antes pendiente del reloj supervisando los preparativos, era la autoridad competente. Buscó un hueco entre quienes la rodeaban y se dirigió a ella tratándola con lo que a Carmen Balcells le pareció indiferencia, algo a lo que no estaba acostumbrada. La anfitriona se escabulló de los invitados con un par de muletillas y la acercó al bufet. Al segundo vaso de sidra en copa de cristal soplado, la violinista de pelo negrísimo y ojos canela dejó los monosílabos y las frases escuetas para contestar, sin entrar en detalles, a un interrogatorio guiado por el olfato empresarial. Cobró.

   La agente literaria más defendida por casi todos sus autores, a los que hizo ganar mucho más dinero del que conseguían bajo el “régimen de producción esclavista de las editoriales”, la más importante de la lengua castellana, ascendida por Manuel Vázquez Montalbán a “009 superagente con licencia para matar”, estaba interesada en el útil resultado de su corta biografía, deducida del cuestionario con el que evaluó a la joven. Tan útil que encargó a su vidente italiana una carta astral para conocer el grado de compatibilidad entre ella y la chica políglota.

   Tonia Calógero Makris había nacido en el barrio turco, dentro del sector estadounidense de Berlín occidental, a tiro de piedra del check point Charlie, en 1984, año de rumores esparcidos por la policía federal sobre la construcción de un nuevo tramo del muro, frente a la puerta de Brandemburgo. Hija de trabajadores emigrantes y ambulantes, griega e italiano, terminó la secundaria al sur de Aviñón, Francia, en un instituto público de Arlés. Guarda pegados a lo más azul de su memoria, los años soleados de la Camarga que pasó chapoteando con el perro y las katiuskas en los humedales del Ródano. La Provenza, cuna del amor cortés, patria de los trovadores, fue la elección de sus padres para instalar el negocio donde invertir lo ahorrado durante años de trabajo en las fábricas alemanas, un bistró a la orilla de una carretera en desuso: Le Passage. La familia aguantó como pudo cuatro cortos veranos. Más al sur, en la Universidad de Barcelona, estudió filología inglesa. Habla un castellano de erres suavizadas, un catalán occitanado, alemán, francés, inglés, griego e italiano. No parece impresionable y tiene la sangre joven que Balcells busca incorporar a la agencia antes de su retirada, anunciada a la prensa cuatro años atrás, al recibir la medalla de oro al Mérito en las Bellas Artes. Tonia Calógero es ideal para el trabajo de traductora en reuniones con escritoras, agentes literarios, piratas del copyright, periodistas y patrones dispuestos a invertir en el negocio editorial.

   Dos años después de aquel primer encuentro, recién cumplidos los veintidós, Tonia ganaba en la agencia más que sus padres. Dejó de mirar la cuenta corriente. Su atención se centró en el valor del tiempo, los ritmos, las tardes con la Nuri, las salidas nocturnas con Malik y sus amigos, las musarañas y los poetas, malditos o benditos. Hablar siete idiomas tiene ventajas, para ella y para Balcells, la “agenta” de leyenda que nunca tuvo por costumbre regalar dinero.

   La joven caída desde el último piso, acababa de llegar a Barcelona. Una treintañera a la que ningún vecino conocía. Murió sola compartiendo su caída con una luna mora, un maullido y la ciudad dormida. Supo su nombre mirando los buzones, Mari Luz. Nadie preguntó por ella, nadie se ocupó de la parte burocrática de la muerte. Una empresa especializada en gestión de alojamientos turísticos alquiló su piso a la semana siguiente.

   Manuel Vázquez Montalbán falleció en 2003 de sopetón, en el aeropuerto internacional Suvarnabhumi de Bangkok.

                        

                             “EL CARTERO HA TRAÍDO EL BANGKOK POST…

                                  aunque he pedido mi carta

                                no estaba

                                o no me la han dado los compasivos

                                con el extranjero que espera vida o muerte

                                ignorado en un rincón de Asia”


   Era Octubre, mes señalado en el calendario revolucionario. Miente la historia, miente la vida. De la pobre Rosa de Abril, el mes más cruel, no quedó nada. Desde entonces Pepe Carvalho ha desaparecido. Muerto el autor, muerto el personaje. Para muchos hay una relación causa efecto. Muchos, aunque sean bolcheviques, no son todos. Editores, libreros, amigos, lectores y público no están conformes. Especialmente Sánchez Bolín, el escritor heterónimo que mejor conocía al poeta Manuel Vázquez Montalbán y al detective Pepe Carvalho. Sánchez Bolín no está de acuerdo con la muerte por muchos motivos, la mayoría de salud. Considera sano beber una botella de orujo helado a las seis de la mañana, despertar con hambre y comerse su propio hígado con mucha cebolla, guisado por el mejor transformador de un crimen en un acto cultural; Biscuter.

   Biscuter, a juicio de Sánchez Bolín, entró en el tercer milenio mucho mejor colocado que la mayoría de sus contemporáneos, presos del siglo veinte. No ha renunciado a su memoria genealógica, ni a dar todos los combates posibles contra el poder manteniendo una esperanza que a Carvalho le parece suicida. Desciende de Celestina por parte de madre, bien lo saben Charo y Pepe, y de Lázaro de Tormes por parte de padre. El jefe, Carvalho, no quiere saber nada de literatura y mucho menos medieval. Está más atento a la alquimia del sofrito, al milagro laico del pil pil y al viaje de la cocina de Biscuter, timonel del barquito de vapor que zarpó de un infiernillo en la cárcel de Lérida para atracar, después de dar la vuelta al mundo, en Cala Montjoi, a los pies del Bulli. El detective se reconoce beneficiario de una singladura sartriana, del paso de lo cuantitativo a lo cualitativo. Una odisea desde el hambre de los maestros de escuela republicanos en la posguerra, hasta la generación democrática bien alimentada de la cocina internacional. Sánchez Bolín no está dispuesto a dar por muertos a Biscuter, Charo o Pepe. Eso significa su propia desaparición, una satisfacción que no piensa dar a sus enemigos históricos.

   Manuel Vázquez Montalbán, el hijo de Evaristo, un gallego comunista encarcelado al volver a España para conocer a su hijo recién nacido, de Rosa, una murciana costurera atada a la máquina de coser, de juventud agredida por los perros de la historia, anarquista, y de la plaza del Pedró, confesó en los últimos meses a su amigo el profesor Casanova, un sentimiento, presentimiento o pimiento relleno de pesimismo: “Todo va a peor”. Coincidía en esa visión, desde el extremo antagónico de clase, cubriendo todo el espectro, con otro escritor, el polisémicamente soberbio Rafael Sánchez Ferlosio. Gramático, anfetamínico e hipotáctico, publicó unos años antes un ensayo de profeta medieval experto en altos estudios eclesiásticos: “Vendrán más años malos y nos harán más ciegos”.

    Tiempos de guerras sucesivas para terminar un milenio y empezar otro. Guerras económicas, tecnológicas, generacionales, grandes y pequeñas, en todos los continentes. Montalbán y Ferlosio; el materialismo y la polemología como herramientas para explicar una historia que de Gil de Biedma a Walter Benjamin, en poesía o en prosa, en color o en blanco y negro, de Paul Klee a Picasso, siempre termina mal. Bombardeos, manifestaciones, justificaciones, imágenes en televisión, homilías, sectas y banderas, muchas banderas. Para después de cualquier guerra, canciones.

   Desde que para avalar la ideología dominante sentaron junto al faraón en Menfis, cuatro mil años antes de su nuevo destino en el Louvre, al primer escriba del que tenemos copia, millones de personas ilustradas han jugado a las sillas dejando por escrito en todo tipo de materiales, del papiro a la pantalla, las justificaciones del régimen. Montalbán solía brindar por la caída del régimen, qué régimen no importa. El escriba sentado” es el primer volumen de lo que llamó su biografía lectora. El segundo, “La literatura en la construcción de la ciudad democrática” lo escribe angustiado: “desde la sensación de sentirme atrapado en la ciudad posmoderna y buscar inútilmente las salidas”. Veinticinco años después de su publicación el vecindario posmoderno de la ciudad globalizada, a punto de convertirse en planeta inhabitable, sigue perdido. Los bárbaros no dan señales. Parece que los relatos, grandes o pequeños, se imponen por asedio y cansancio. Se vuelve a los viejos esquemas tradicionales de ganadores y perdedores, a otro abril de “grúas retorcidas y patrulleros hundidos”. Puede que no haya salida. Si la hay será de pago.

   Los escribas sin asiento, como Montalbán, son lo contrario, los no invitados a la mesa del amo, los especialistas en las liberaciones. Manejan la tensión del individuo con los deberes colectivos, lo comunal. Intentan conseguir un lenguaje sin dueño no convertible en discurso oficial. El objetivo al escribir una idea en la pared de ladrillo, el barro cocido o el papel en la botella del náufrago, es contribuir a la construcción de la ciudad democrática inacabada y siempre en riesgo de demolición.

   En la agencia Balcells Tonia ha conocido personalmente a un manojo de escritoras y a una montonera de escritores. Escribas de diferentes lenguas, escuelas, creencias, generaciones, estilos, modas y géneros. Todas iguales, como sus lectoras. Tienen cabeza, tronco y extremidades. Nacen, comen, beben, cagan, mean, duermen y se mueren, lo demás es a mayores.

    George Tyras, amigo, traductor y uno de los mayores expertos en la obra de Manuel Vázquez Montalbán, admite la posibilidad, nunca probada, de la incorporación de Pepe Carvalho al servicio secreto catalán. Dejó pistas al respecto, algún rastro irónico, alguna huella, firmas falsas. La apuesta por la tecnología posposmoderna no consiste en comprarse un fax, el instrumento más avanzado que Carvalho estuvo dispuesto a aceptar y en el que acabaría recibiendo cartas de amor. Los satélites, drones, ordenadores, celulares, aplicaciones y cualquier otro invento, más allá del termómetro para fijar la temperatura de cocción de los asados, exigen técnicos expertos en navegación cibernética. Todos los servicios de inteligencia tienen el mismo problema, la acumulación de datos brutos necesita un análisis humano. Se pueden grabar miles de llamadas, obtener archivos con audios, fotografías, gráficos y estudios. El criterio para valorar todos esos documentos no puede ser electrónico, ni digital. Hace falta algo más que acumular información; elegir las preguntas adecuadas en el momento oportuno, instinto, olfato. Entre pantallas y datos hay que tomar decisiones y hacerse responsable de las consecuencias. Manuel Vázquez Montalbán se lo había contado a George Tyras: “Carvalho puede conseguir un empleo, como una especie de coordinador de la puesta en marcha de los servicios de información de un gobierno autonómico, con la perspectiva de una nueva carta europea”. Lo que no podía prever Montalbán, o sí, era que esos servicios de información y Carvalho serían un objetivo por tierra, mar y aire.

















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