Todo lo que sé sobre Pepe Carvalho (II)
El octavo día de la semana
II
El comisario Kostas Jaritos suda al intentar arrancar el supermirafiori semi-nuevo que debería llevarlo al aeropuerto internacional Eleftherios Venizelos. Petros Márkaris, el escritor que inventó su nombre, apellido y circunstancia, observa sus agobios desde la terraza de un café. Marca en un mapa la ruta más práctica, sin perder de vista la coyuntura; Julio, viernes, hora punta, Atenas. Márkaris decide que Jaritos, su personaje más célebre, pedirá un taxi, la única posibilidad de llegar a tiempo para coger el vuelo a Barcelona. El escritor, sin perder el distanciamiento brechtiano, viajará algunos asientos más atrás en el mismo avión.
La semana anterior, el comisario Jaritos estuvo a punto de llegar a la lucha grecorromana con Adrianí, su mujer, empeñada en acompañarlo a un viaje oficial que retrasaba las vacaciones. La promesa de ir a Patmos se desvanecía. La isla donde empieza el fin del mundo y San Juan Evangelista se la meneaba, en uno de los versos del Montalbán más culterano, incluido en “El viajero que huye”, es la misma a la que Pepe Carvalho “no debería haber vuelto”.
Barcelona le parecía a Adrianí una huida sin perseguidores ni perseguidos. Viajar, escapar de Atenas en verano, la Sagrada Familia, la gastronomía y el secretismo de Kostas, eran motivos suficientes para insistir. Las inopinadas llamadas de un ministro al que conocía por los informativos y de Salvo Montalbano, el comisario siciliano protagonista de una serie de televisión que no se perdía, habían cambiado los hábitos de su marido. Dejó de consultar los diccionarios, pasaba las tardes pensativo y comía distraído por mucho que ella se esmerara en el menú.
La despedida no fue agria. Petros Márkaris prefirió no hurgar en la herida de sus personajes, acostumbrados a discutir, y tras vestir al comisario imaginario con el traje de su padre real, inventó para la ocasión un cruce de miradas equivalente a un alto el fuego. La última frase de Jaritos dejaba abierta la comunicación.
—El apocalipsis puede esperar unos días. Patmos seguirá ahí la semana que viene.
A esa misma hora Salvo Montalbano llega a El Prat procedente de Palermo, con una novela en el bolsillo y una dirección escrita en un papel. Tiene tiempo libre hasta la cita en la Barceloneta y Andrea Camilleri, el autor que le dio alma, corazón y vida, deja pasar las horas a su comisario favorito callejeando por los rescoldos del barrio chino, reconvertido desde los noventa en un Raval más rápido, más alto y más fuerte. Montalbano colabora, no es su primera vez en Barcelona. Recorre el carrer d’en Botella despacio, como un turista jubilado con la tensión baja y sin billete de vuelta. Manuel Vázquez Montalbán nació en 1939. El comisario busca los fogonazos de la historia anterior al pos-después. Muy cerca se crió una nena viendo las hostias del paisano a su madre al cerrar la puerta de la calle. Acaba de recibir la medalla de oro a las bellas artes y se autodiagnosticará con el tiempo misantropía aguda intermitente. María Dolores Torres Manzanera, Maruja Torres, empezó el oficio de contar la vida en “La Prensa”, un diario del movimiento. Quedaban todavía topos escondidos desde la guerra y los desafectos al régimen, o los tibios en el elogio, eran prescindibles en todos los escalones de la vida social. Supervivientes, humillados y ofendidos, debían desaparecer en el fondo gris.
Vázquez Montalbán inició su carrera en otro periódico barcelonés del movimiento, “La Solidaridad Nacional”, “La Soli”, el histórico diario de la CNT. Los camisas azules cambiaron en la cabecera Obrera por Nacional. La imposición de afiliarse a falange para seguir cobrando un salario, ante la sospecha de su militancia comunista, dejó a Montalbán en la puta calle. Se convirtió en Jack el decorador, redactor en una revista de muebles. Toda la prensa era del movimiento, por lo civil o por lo militar.
Kostas Jaritos cogió el vuelo de milagro, sintiéndose imbécil por haber confiado en el supermirafiori y desconfiado del taxista, un pontio coloradote que pretendía contarle los sucesos macabros de la semana. Condujo con habilidad, llegó antes del tiempo previsto y eligió con tino las mejores alternativas. Jaritos tembló imaginando los precios en Barcelona al pagar lo que marcaba el taxímetro y dejar una buena propina. El billete de avión le llegó por correo con una nota, incluía dos noches en el hotel Sallés y un KIA de alquiler que debía recoger en el aeropuerto. Aunque en la agencia le explicaron detalladamente el funcionamiento del navegador del coche, y consiguieron que la aplicación hablara griego, el comisario se encontró en medio de un polígono dando vueltas a un almacén abandonado. Intentó seguir las señales e interpretar el alfabeto latino. La cuarta vez que vio la misma fachada, aparcó agobiado junto a una destartalada marquesina. Supuso que ahí pararían autobuses, antes o después, y esperó anotando referencias para recuperar el coche.
Maruja adquirió su estilo, loca por el cine, al llegar a Fotogramas. Entró cojeando, como Velma en “El último refugio”, antes de tener titanio en la rodilla. Recibió dos consejos: escribe como hablas y entre búcaro y jarrón, jarrón. Fue parte del grupo fundador de “Por Favor”, la revista del “deseable pero inexistente frente crítico de izquierdas”. Montalbán la inscribió en la fracción corista-leninista. En la redacción estaban, al lado de Marsé, Forges o el Perich, en el papel de señores, Nuria Pompeia y Maruja, las mujeres objeto-ras de las entrevistas salvajes. Pusieron voz a la mitad de una población silenciada por todo tipo de cojones, incluidos los que provocaron el cierre temporal de la revista, los de Mazinger-Eta. En esos años de restauración borbónica y correlación de debilidades, “El Papus” recibía un paquete bomba de la triple A (Alianza Apostólica Anticomunista). Maruja era colaboradora habitual. Montalbán también, hasta que lo vetó el Conde de Godó, por un artículo contra Nixon. Mataron al conserje, Juan Peñalver. No hubo ningún condenado. A nadie le extrañó. Lo que sí sorprendió al conde de Godó es que un comunista como Montalbán tuviera un Seat 124.
Tonia toca el violín regalo de la abuela Penélope. Ha estado callado durante días por Mari Luz, la vecina desconocida. El sonido atraviesa las ventanas abiertas del piso alquilado en el carrer de la Sal, al lado del puerto. Al mejorar la situación familiar huyeron del entresuelo en un edificio ruinoso de Gracia. Nana, su madre, rezonga al fondo del pasillo por el calor de un verano desatado. Limpia las estanterías con un trapo en su día libre, empapada en sudor. Se extraña por el corte en un pasaje fácil de la pieza más romántica a su juicio, después de haber oído muchas horas de estudio, en el extenso e intenso repertorio clásico alemán. Interrumpe Tonia el ensayo molesta al sentir la vibración del móvil justo en el adagio de la sonata de Beethoven que mejor le suena. Lo tira por la ventana del patio interior. Es el tercero en menos de un año, debería haberlo apagado. Sabe quién llama y qué quiere. Siempre hace lo mismo el pelma de Moré, asegurarse de que no ha olvidado una reunión importante. Tiene tiempo de ducharse con Rubén Blades, elegir ropa para ir de acampada urbana, maquillarse entre pasos de baile y protestar a su madre por dar de comer al gato mientras plancha su camiseta preferida.
Salvo Montalbano hojea la novela de Maruja sentado en un banco. Al huir de lo que otros querían que fuera se convirtió en una mujer en guerra. Una devoradora de libros mientras caminaba hacia el trabajo regateando peatones. Una reportera interesada en hacer comprensible al público la tramoya de conflictos, golpes de estado, asesinatos, destrucciones, traiciones, invasiones, élites; eso que pasa mientras vivimos. Una valiosa brújula en navegaciones complicadas para el comisario de Vigata, la pequeña ciudad inventada trasunto de Porto Empédocle.
El calor pegajoso había perseguido desde Atenas a Kostas Jaritos. Por la cartelería, las señales y los gráficos de los vehículos, supuso que estaba en un lugar llamado Cornellá. Después de cuarenta minutos de espera entre contenedores, gatos peleones y furgonetas, subió al autobús con la maleta en la mano. Señaló hacía dónde calculaba que debería estar la ciudad de los prodigios. Probó una palabra recordada del precario latín del instituto:
—Centrum… ¿Centrum?
El conductor puso su mejor voluntad para ayudar al único usuario que subía en aquella parada inhóspita y contestó con otra pregunta.
—¿Centrum?..Ah, rumano ¿Eh? ¿Centrum comercial? ¿Caprabo? ¿Eroski? ¿Carrefour?
—Barcelona, centrum Barcelona, Barceloneta.
—Barcelona, Barceloneta…Ah, turista ¿Eh? Hombre centrum, centrum, no, pero más cerca de lo que está, sí le llevo.
Afirmó con la cabeza e invitó al viajero a sentarse en el vehículo. Un exjoven rizoso en chándal, cargado de cadenas doradas, los auriculares puestos y un reproductor en la mano, le sonrió. Era el único pasajero. Jaritos observó como el autobús recuperaba la autovía que el satélite le había obligado a abandonar y seguía una corriente de coches relativamente fluida. Al avanzar empezó a intuir, detrás del reguero de edificios, la silueta de una ciudad. El conductor se dirigió a él en una parada señalando una hilera de taxis.
—Míster, aquí Hospitalet, taxi, centrum, Barcelona, Barceloneta. Metro, a la vuelta, derecha, right. Autobús, veinte minutos, esperar, Bus.
Jaritos captó el mensaje, o una parte al menos, gruñó aliviado y se bajó junto al deportista con más medallas de oro del mundo conocido. El olímpico se acercó moviendo las manos como si tradujeran sus palabras. Intentaba comunicarse.
—Jefe, taxi a medias, yo también voy al centro. Win-win.
El comisario entendió, o eso creía, la idea. Negó con la cabeza. Prefirió pagar más a entretenerse intentando descubrir qué tipo de disciplina practicaba aquella vieja gloria.
Kostas Jaritos le pasó al taxista la dirección del hotel. Podría ponerse bajo un chorro de agua fría antes de acudir a la comida con los de la agencia literaria y el comisario Montalbano. Recordó a Adrianí, distante e indiferente, recogiendo las tazas del desayuno mientras amanecía y la ciudad empezaba a atascarse. Si le hubiera acompañado habría ido leyendo los carteles mientras él conducía, llevándole la contraria, y ya estarían en el hotel. Detrás dejó al deportista sonriente parado en la acera. Hablaba por el móvil.
—El poli griego acaba de coger un taxi en Hospitalet, comisario. Va a la Barceloneta. ¿Le sigo?
El taxi enfiló la misma autovía que había recorrido con el autobús en dirección contraria. El sudor de Jaritos se congeló. Cuando paró estaba en la puerta de su hotel, al lado del aeropuerto Tarradellas-El Prat. No se lo contará a Adrianí. El satélite tenía razón, aunque le cueste admitirlo. Había dado por supuesto que el hotel estaría en la ciudad. Creíques y penseques, errores que un policía con su experiencia no se puede permitir. Márkaris lo vio llegar. Jugaba con su personaje por no hablar idiomas, renegar de la tecnología y no preparar el viaje con método. Podría, si quisiera, estropear la ducha de su habitación.
Tonia compra en la esquina el móvil de prepago más barato del mercado augurándole una corta esperanza de vida. Tener que estar siempre localizable es juego sucio. Diez minutos después espera a los famosos escritores Andrea Camilleri y Petros Márkaris, a los que no ha leído, sentada en una mesa con vistas al mar. Pide a Malik, después de los saludos y alguna chufla, un batido de chocolate y una bolsa de pistachos. Sus superiores utilizan el local para las reuniones con invitados forasteros.
Montalbano se cruza en el Raval global con adolescentes de todas las procedencias. El desaparecido barrio chino de Maruja había sido la reserva del subproletariado catalán y charnego, murciano y jaenero, del que ella formaba parte. Desde los catorce años trabajaba en los almacenes Capitolio de la calle Pelayo, la frontera de la ciudad vieja. El futuro y el vuelo la llevarían a recorrer el mundo con la tribu de Silver Leguineche, marinero de la cofradía de Conrad, Melville y Stevenson. Llegarían Marbella, Madrid, Panamá, Beirut, Los Andes, premios, ciudades esplendorosas, embalsamadas o en ruinas, amistades más o menos inofensivas, pérdidas y encuentros. Daría el salto de Steinbeck a Scott Fitzgerald, de Oliver Twist a La Peste, llegaría a lo que llama el punto de fractura, los narradores de la grieta: “Ese momento en el que todos, por una razón u otra, nos rompemos, esa caída que tarde o temprano a todos nos llega”.
Tonia, acabados los pistachos y el segundo batido, termina la prensa a punto de irritarse por alguna tontería leída al vuelo. Mira a Malik y se le pasa. Cobra poco, tiene la terraza llena, todas las mesas ocupadas, al nuevo hecho un lío y al jefe de guardia. En eso llega Moré, abogado de la agencia, con su habitual complacencia sonriente, bigotón antifranquista de los setenta, zapatos casi italianos, casi limpios, camisa abierta de traficante en Miami y una americana blanca arrugada. Saluda efusivamente con una broma recurrente y el gracejo de un entierro invernal.
Malik se acerca a la mesa y sonríe a Tonia. Sabe que el señor, como acostumbra, pedirá coñac. Moré hace como si pensara. Se decide por un Luís Felipe de cincuenta euros la botella.
—Tonita, qué bien vives. Te he llamado tres veces, mona. Podrías contestar.
—Perdona, Moré. Mis padres acaban de morir mientras hacían alpinismo en Saint Moritz. Estaba en el consulado haciendo los papeles para repatriar los cadáveres. No te preocupes, no volverá a ocurrir, no tengo más familia.
El restaurante decorado con motivos marineros huele a desinfectante de limón. Un chiringo caro, sin llegar al dolor, con fama de no estropear el pescado. Malik a los dos minutos, vuelve a la mesa después de una señal de Moré para que rellene la copa.
Petros Márkaris y Andrea Camilleri, entretenidos sus personajes recorriendo Barcelona, llegan al restaurante por separado, se saludan, intercambian guiños, repasan sus achaques y piden vino blanco del año. Tonia comprueba que se apañan en inglés. Va al servicio para llamar a sus padres con el móvil nuevo y preguntarles por la traducción, al griego y al italiano, de rodaballo, cabracho y espardeñas, recomendaciones de la casa. No tienen ni idea, ni padre, ni madre, en ningún idioma. Al volver Moré ha abierto su carpeta y da explicaciones:
—La agencia ha decidido buscar a Pepe Carvalho sin escatimar gastos. La señora Balcells quería a su autor más allá de lo profesional. Manuel Vázquez Montalbán era uno de sus escritores favoritos aunque, entre nosotros, no descarten que eso lo diga de todos. Por lo menos de los que dan tanto dinero. Cuando murió en Bangkok parecía afectada. Compartían secretos, recuerdos y versos de poetas desconocidos, por lo menos para mí que me quedé en Espronceda. Montalbán le dijo a Carmen que Carvalho existe. El detective era su vecino en Vallvidrera, le contaba historias, ayudaba en las novelas. Ella le creyó y su vidente confirmó la historia. Ustedes son escritores, conocen los trucos del oficio. Puede que también tengan modelos reales.
Camilleri interrumpe la disertación para alabar el vino y añadir un comentario.
—Manolo nunca me comentó nada parecido. Me parece poco probable. Los personajes pueden inspirarse en personas reales pero mucho más a menudo son pantallas del escritor para poner en boca de otros lo que quiere decir. Carvalho era la pistola humeante de Manolo. Salvo Montalbano no es mi vecino, es una invención, y dudo que Kostas Jaritos lo sea de Petros.
Márkaris niega con la cabeza. Lo que le faltaba, cruzarse en las escaleras de casa con Jaritos. Ni hablar. Camilleri continúa:
—Los personajes parecen personas reales, es lógico, la verosimilitud es importante en la novela. Eso no los convierte en retratos, ni en animales amaestrados, muchas más veces de las que parece vuelan solos y tienen su propio criterio. Algunos hasta buscan autor. No olvide que Pirandello era siciliano.
Márkaris sonríe con los ojos entreabiertos. Moré bizquea. Tonia, en catalá, sintetiza en tres frases, dirigiéndose a Moré, todo lo que recuerda sobre Pirandello. No es mucho.
—No soy más que un abogado, joder. Lo que sé de literatura es por la prensa deportiva, Silver Kane, los tebeos y las lecturas obligatorias del bachillerato. No soy escritor, ni lector. Mi tarea es rogarles que contacten con sus colegas, los que conocieron a Vázquez Montalbán. Si le contó a Carmen Balcells esa historia, alguien más podría saber algo. Nos gustaría también, si pudiera ser, que sus respectivos comisarios coordinen o como lo quieran llamar, la búsqueda internacional de Carvalho.
Camilleri sonríe sorprendido, se atraganta. Márkaris no cree que el abogado esté hablando en serio y mira a Tonia, espera alguna corrección en el pésimo inglés de Moré. Cuando el siciliano recupera el aliento da una palmadita en el hombro al abogado.
—Lo que usted diga, no se preocupe. Llamaremos a Lecarré para que informe a Smiley y a Karla. Asunto arreglado. Si el MI6 y lo que quede del KGB no dan con él, no hay nada que hacer.
—No se tome la molestia. Smiley y Karla llevan años muertos. En el MI6 no cogen el teléfono y el KGB desapareció en 1991.
Dicen los físicos cuánticos que el observador transforma lo observado. Tonia lo intuye por experiencia. Los tres hombres mayores con los que comparte mesa actúan en parte para ella, haciendo como que no está, desplegando plumas de colores, un coqueteo antiguo inofensivo. Aunque el inglés de Moré es bastante apache su intervención como traductora no es necesaria y le permite hacer como que está, mientras tiene la cabeza en los barcos del horizonte y en los fresones con nata que piensa llevarle a la Nuri esta tarde, después de bañarse en la playa. Desde que conoce a Moré le supone por sus retorcimientos al sentarse, unas dolorosísimas hemorroides. Por su constancia con el coñac, una incipiente cirrosis. Moré se balancea incómodo en la silla diseñada para torturar presos en el Caribe e insiste en la propuesta.
—Ustedes eran amigos de Montalbán y Carvalho anda por ahí. Esas son las premisas. Carmen Balcells quiere un libro del detective sobre su relación con el escritor, un best seller seguro en unos cuantos países. Sospecha, y no sólo ella, que Carvalho y la estabilidad del país pueden estar en peligro. Tiene, dicen, varios cuadernos con informes sobre personas y familias. Entre otras la de Pujol.
Márkaris mira de uno en uno al resto de comensales. Camilleri se encoge de hombros.
—¿Quién es Pujol?
Amistades indestructibles del barrio esperan a Maruja sin prisa en su cielo particular; Ana María y Terenci Moix. Conoció al mayor de los hermanos con catorce años, quince él, una mañana de invierno al perseguir por el paseo de Gracia el sombrero tirolés de Ramón, Terenci, que el viento se llevó. Lo recuperaron y se fueron al cine a ver Noches blancas de Visconti. Remataron el día en el mercado de San Antonio hojeando libros de ocasión. Dos criaturas sin conflicto sexual decididas a volar, volar y volar, gracias al cine, el teatro, la música, la literatura; la cultura. Eso que creía Carvalho, con la navaja y la linterna en el bolso de la americana, lo había alejado de la vida.
Ana María Moix definió a Montalbán como un “cronista sentimental”. La única mujer en la antología de Castellet, “Nueve novísimos poetas españoles”, fue para Maruja la mejor escritora de su generación. Con dieciocho años Ana María envió una carta a Rosa Chacel, exiliada en Rio de Janeiro. Trasladaba el deseo de acabar en 1965 con el tremendismo y el fundido a negro español, de retomar el hilo histórico de la literatura, las artes y las cotidianidades. Intentaba coser con mimo, la herida entre los que se tuvieron que ir y los que se tuvieron que quedar.
“Hubo un palacio de quimeras en mi rostro.
Eso fui”
Vázquez Montalbán, ¿o fue Sánchez Bolín?, prologó “Baladas del dulce Jim”, el primer libro de poemas de Ana María, pidiendo la hora: “Hora es ya de que la literatura se alimente de cine y canción”. La oposición entre cultura de élite y cultura de masas había parado los relojes de eruditos con vocación de archiduques vieneses “entre la tara y la lelez”, como los que describe Ana María Moix en “Vals Negro”. Bien surtida de canciones, películas y herramientas para descodificar la literatura más exclusiva, lo puso todo en la batidora: “Lo que me gusta es tocar la trompeta en una calle oscura; por eso escribí las Baladas del dulce Jim”.
Terenci murió en otro abril cruel pidiendo un Ducados. Sus cenizas abarcan el Mediterráneo. Las comparten este rincón de Barcelona y la bahía de Alejandría. Dará su nombre a la plaza en la que el comisario Montalbano contempla cemento crudo, menudeo y jóvenes bebedores. Identifica sin margen de error, deformación profesional, a varios policías de paisano que observan al bien planchado cuarentón desubicado con gafas de sol, sin decidirse a pedirle la documentación. Uno de ellos, el más pícnico, tropieza con un vendedor al girarse bruscamente y vuelve a tropezar al corregir el rumbo, con una niña que iba en bicicleta. Se sorprende al imaginar que en Barcelona Catarella, su subalterno telefonista, podría andar suelto de servicio por las calles sin hacer más que rascarse la cabeza.
El comisario deambula distraído de plaza en plaza. Llega a la Salvador Seguí. Paseantes, críos, ancianos, buscavidas. Mujeres, hombres y todo lo contrario, hacen la calle. Algunos árboles, terrazas. Montalbano no sabe quien fue el Noi del Sucre, Salvador Seguí, el secretario general de la CNT asesinado por pistoleros de la patronal en la calle de la Cadena. A quien conoce de sobra, y también tendrá plaza a su nombre cuando terminen las obras, saliendo ya a la rambla, es a Manuel Vázquez Montalbán, el narrador de las andanzas del improbable detective Pepe Carvalho, motivo de su extraño viaje. El comisario de Vigata y Andrea Camilleri descubrieron a Vázquez Montalbán gracias a Leonardo Sciascia, un siciliano universal de universo siciliano. Salvo le debía su apellido y mezcló saberes meridionales: El Raval es el mundo, el mundo es el Raval.
Carvalho también creció en el Raval. La obligatoria clandestinidad en el partido comunista y en la CIA había borrado un pasado casi tan indescifrable como el de Pujol. Pepe, rigurosamente charnego, aprendió a mirar en la calle, entre anuncios de gomas y lavajes, linimento Sloan, gritos de visca Macià, mori Cambó y las cucharaditas del elixir del doctor Sastre y Marqués contra las lombrices. Jordi Pujol, estrictamente catalán, se formó en el exclusivo colegio alemán de Barcelona, en las montañas del excursionismo católico y en el Teatro del Liceo. Los dos pasaron por la cárcel. Ahí se graduaron en antifranquismo, punto de cruce entre el nacionalismo periférico y la militancia comunista. Los comisarios de policía, transitivos o no, tenían sus fichas. Estaban en las listas, eran parte del contubernio rojoseparatista. Lo tenían claro: a por ellos, al enemigo, ni agua.
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